Uno de los momentos de nuestra infancia que todos recordamos con cariño era el de la merienda: los bocatas de nocilla blanca y negra, de salchichón con margarina, de lo que fuera. La cosa es que siempre ha habido niños canijos que se han criado malcomiendo porque nada les gustaba, y porque el simple ritual de sentarse a la mesa a la hora señalada se convertía en un suplicio ante el que no estaban a la altura. ¿Qué hacían entonces las pobre mamás? Tras batallar con las lentejas, les daban cinco duros y se iban los canijos al Komo-Komo de la esquina, para comprar:
-Mortadela de Popeye, del ratón Mickey o de quien hiciera falta. Las propias madres utilizaban estos embutidos como arma secreta y/o plan B:
Éste sería Oliver, porque Benji era portero y llevaba gorra.
También puede haber surgido espontáneamente
en una charcutería de Bélmez.
-Los bollos Pantera Rosa (tan infectos como deliciosos) y similares. La publicidad lo era todo:
Esto mola.
Esto no tanto.
- ¡Los frigopiés! ¡Y los colajets!
-Y otras marranadas varias:
Acandemorenagüer
La cosa es que, a fuerza de convertir las comidas en juegos, los niños iban comiéndose los embutidos y creciendo más bien a lo ancho. Y encima, en las chuches que comprábamos por nuestra cuenta se hinchaban de regalar cromos, muñecos, pegatinas, tazos y mil y una tontadas, y de paso nos colaban guarradas cargadas de colorantes, conservantes y grasas en general. El niño que otrora fuese canijo empezó finalmente a subir tallas.
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